56. Desprendidas



Estás serena, sentada en una butaca, en camisón, reposa tu cabeza blanca sobre una sábana, una mantita naranja cubre tu cuerpo. Estás en silencio, aunque de vez en cuando, si me oyes decirte algo, encadenas una frase o dos, de las que me cuesta entrever el significado. Tienes los ojos cerrados, se agitan tus piernas ligeramente, tu cara me cabe en la mano, tan delgada estás, la frente lisa, despejada, dos surcos bajan de tus ojos y otros dos desde la base de la nariz te cruzan las mejillas, afirmas los labios, apenas los despegas, sobre la barbilla tiesa. Los ojos cerrados, cómo saber que hay dentro de tu cabeza. Solo sé que la vida sigue en ti, pero qué vida, quién, qué eres. Esa vida escondida sale cuando intento taparte mejor, entonces, con una energía inesperada, dices y repites hasta cuatro veces, que te pego una patada, me haces reír. Sientes mis caricias, mi mano, mi voz. Qué vida tendría sentido para ti, si no puedes moverte, si no puedes sacar la cara al aire y al sol, si tu cuerpo no sigue el rastro de la luz.

Hablo con Lidia, con Cristina de tus vaivenes, de tu resistencia, de tu falta de apetito, son amables, cariñosas. Lo compruebo cuando estoy en tu habitación y las oigo de lejos, el trato familiar que dan a los demás.



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