149. EL filo de Wenlock (Cara B)



El vendaval doblega los arbolillos.
Sopla muy fuerte, y pronto pasará.
Hoy el romano y sus cuitas
son cenizas bajo Uricon”.
(Alfred Edward Housman)

Habíamos quedado con Pilar. Mientras llegaba la hora Enrique y yo paseábamos. Era otoño, las hojas alfombraban el paseo. La tarde tranquila y fresca sacaba a la gente a pasear. Se acababan de encender las luces cuando vimos que llegaba dejando atrás la estación de tren. En la chaqueta y falda corta plateadas rebotaba la luz, El pelo cardado le hacía parecer una cantante americana de jazz. Tuve que inclinar la cabeza para no aplastarle el pelo. De su cuello me llegó una vaharada de un perfume indefinible que me llenó. Toda aquella tarde me quedó prendido en las narinas, como si hubiese sido atrapado en una red invisible.

En el Poncebos nos esperaba Étienne . Hacía tiempo que no nos veíamos. Hablamos y hablamos. No recuerdo de qué. De montaña, quizá, porque era la afición común, quizá Etiènne nos hablase de sus trabajos de traductor que a veces iban bien y a veces no. Y sin embargo no podíamos ser más diferentes. Era una amistad que no podía prosperar. Yo estaba sentado en un taburete, recostado contra la barra, Étienne estaba igualmente recostado. Pilar, risueña, con la copa en la mano, se balanceaba hacia adelante y hacia atrás rozándome el muslo de la pierna izquierda. A veces, su pelo esponjado me tocaba la mejilla. Yo estaba embriagado. Enrique, lo veía, no me quitaba ojo, aunque sin mirarme de frente. Envidiaba ese momento. Le había oído decir que Pilar era la mujer de su vida, que lo dejaría todo a la menor insinuación. Luego, nos fuimos a cenar. Habíamos reservado en un local detrás del ayuntamiento. Bajamos a la planta de abajo. Era ruidoso, la mesa unos tablones de roble ensamblados y largos. Dos a cada lado. La conversación tenía que elevarse sobre el ruido a medida que la gente llenaba y vaciaba las copas de vino. También el olor atrapado en la nariz se había evaporado.

Aquella fue la última vez que nos vimos. Pilar no estaba bien con su marido. En un encuentro casual, había vuelto a ver a un novio del instituto al que añoraba mucho, según me confesó más tarde. Fue una experiencia rara. Cada vez que lo quería ver tenía que ir a Madrid. Todos los fines de semana, nunca ocurría al revés. Me llamaba y me lo contaba. No era el chico que había conocido. Cada vez me contaba un detalle decepcionante. Ella seguía enganchada, no podía dejar de verlo. Quizá me llamaba para que yo le dijese que lo dejase. Yo escuchaba, le contaba alguna historia mía, pero nunca le di un consejo definitivo sobre lo que tenía que hacer. Tardó en decirme que por fin lo había dejado. Suspiraba. Yo cambié de ciudad. Dejamos de hablarnos. Nos felicitábamos por navidad y en los cumpleaños. Un día me escribió que había encontrado a otro hombre, que era el amor de su vida. Desde entonces nuestras vidas siguieron derroteros alejados. Yo sólo sabía de ella por Enrique. Hasta hoy. Cuando me disponía a leer EL filo de Wenlock, ha sonado el tono que indicaba una entrada en whatsApp. Todas las notificaciones las tengo silenciadas, salvo la suya.





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