En el montecillo, cerca de casa, en el límite entre la ciudad urbanizada y el polígono industrial, dos corzos tranquilos retozan entre los brotes del cereal. ¿Cómo han llegado hasta ahí, cruzando el polígono, la autovía de circunvalación, las calles con tráfico? Ahí están, impávidos, sin el temblor de la inquietud. No puedo ver, como me gustaría, cómo van a volver al campo, cómo van a atravesar la zona humanizada. Desde lo alto, veo la luz cegadora de la nevada de ayer en las cumbres del Trigaza y del San Millán y, en la otra dirección, cómo asoma la Peña Amaya, también nevada. El sol es espléndido, acogedor, y, a la vez, una caricia helada que cruza el alto del castillo. A mi espalda, los chochines alterados y encantados de este ramalazo de primavera adelantada y, por doquier, nidos de procesionaria, la mayoría desinflados ya (me sorprende que tan pronto se hayan vaciado), y unos pocos a punto de reventar, con las orugas listas para romper la bolsa, dejarse caer y enterrarse hast