33. Vecinos

 


Estoy en el trastero donde guardo la bici, cuando oigo un ruido humano, indescifrable, una voz femenina que emite un sonido que no es una pregunta, tampoco un lamento, ni siquiera una queja. Es una llamada de atención. Al final salgo, me dejo ver. Hola. ¿Habéis comprado el trastero?, me pregunta. Siempre ha sido nuestro, le respondo. Se gira y mira en la otra dirección, Ah, entonces me he confundido. Es mi vecina quien ha comprado el trastero. Murió tu madre, me dice, afirmándolo y preguntándolo al mismo tiempo. En junio, le digo, sí, murió en junio. Es que no me atrevo a preguntárselo a tu hermana, me dice. Me caía muy bien, tu madre. Ya estaba mal, verdad, me repregunta con afirmación. .


Mi vecina no baja nunca, no se atreve, no quiere entrar en el trastero. También ha muerto su marido, mucho más joven, eh. Desde entonces apenas sale de casa. He pensado al ver la luz encendida que podía ser ella. Pero vuelve a mirar en dirección contraria, como buscando un trastero abierto entre los trasteros cerrados.

Apago la luz, cierro la puerta. Le digo, Hasta luego.


No reconozco a la mujer, no me suena haberla visto otras veces, pero es que no me fijo mucho en mis vecinos, salvo en uno que me da bastante palique cuando lo veo. Nunca he sentido esta ciudad, está casa, este barrio como míos. Veo a todos como forasteros, aunque en verdad el forastero soy yo. En marzo y abril cuando todo el mundo salía a las ventanas a aplaudir, yo salía de casa y me encaminaba al monte. Me miraban sonriendo, invitándome a añadirme al aplauso. Pero yo bajaba la cabeza y desaparecía de su vista. Este barrio es pequeño, algo elevado sobre el resto de la ciudad, en la falda del monte del castillo. Es fácil que todo el mundo se conozca. Saben quién soy, que soy el hijo de mi madre fallecida, me dicen que veían a mi madre pasear con mi hermana, pero yo no sé quiénes son ellos.


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