76. Préstame tu voz
No
he ido a darte el desayuno. Soy obediente, un ciudadano ejemplar. He
creído que con ir a
mediodía
y Mari Paz por la tarde bastaría. Cuando he recorrido el vestíbulo
y
el largo pasillo de la planta baja y he subido las escaleras, por un
momento he pensado que el hospital había sido abandonado, como se
abandona un
edificio tras
una llamada de alerta en tiempo de guerra. Solo he visto a una
auxiliar y a una enfermera en la tercera planta. Me han saludado y yo
a ellas. Les he preguntad si te habías tomado el desayuno. La
taza entera,
me han dicho. Ya en la
habitación, tenías los ojos abiertos. Es cosa sorprendente cómo te
estás recuperando. He pasado la mano por tus mejillas, por tu
frente, por la barbilla. Te he atusado el pelo, alisándolo entre tu
cabeza y la almohada. Te he preguntado, y mientras me mirabas,
con tus ojos más o menos aclarados,
has hecho una frase más larga que otras veces. No
he conseguido saber lo que decías. Quizá un tú
y una visita
estaban en la frase. He metido esas dos palabras en lo
que te he contestado y has bajado los párpados como para dar
conformidad.
De
pie, como hago cada día, he
contemplado
desde
la ventana la maravillosa vista del
parque, los plátanos al otro lado de la verja, los valiosos
ejemplares del paseo, los arcos de Castilfalé, el río, el ondulado
paisaje donde se pierde el horizonte. Y como cada mañana te he
descrito el día. No te he hablado de la alarma, del clima de
excepción a que por sorpresa estamos abocados. No lo sabes, no lo
entenderías. Te he dicho que nevaba, copos sueltos que se iban
tornando en lluvia fina, y
que
al amanecer, sí, los techos de los coches, los setos vecinos estaban
cubiertos con
una ligera capa blanca. Te
hablaba dándote la espalda.
Cuando me he girado, vuelta hacia mí, me mirabas. No sé si me oías,
si entendías de qué te
estaba
hablando, pero me mirabas. Luego ha llegado la auxiliar y ha puesto
la bandeja sobre la mesita. La comida no estaba esta vez muy
caliente. No he tenido que dejarla enfriar. He aplastado la pastilla
de sinemed en el blíster, la he espolvoreado en el
bol
de la papilla verde
oliva de
verduras. Te has tomado el
bol
entero,
aunque no me has contestado cuando te he preguntado si tenías
hambre. He creído adivinar un gesto de acuerdo, una ligera
inclinación de tu cabeza. También la blanca
papilla
de pescado, no me he quedado con el nombre del pescado y ahora bien
que
lo siento, te la has tomado. Todo muy rápido, sin oponer ninguna
férrea
resistencia
dental como en los días pasados. Y por fin el yogur. No
lo entiendo,
qué significa este cambio. ¿Es
posible que no
tarden en
darte
el alta, tras los días en que he creído que te estabas despidiendo,
que ya no estabas en este mundo?
Después
de darte de comer, he bajado el respaldo de la cama. Te
he reclinado sobre la segunda
almohada, poniéndote
de
lado para
salvaguardar la herida del sacro. He sacado el móvil del bolsillo de
la camisa y me he sentado frente
a ti, como he hecho todos estos días, escribiendo algo sobre el
momento, interpelándote, prestándote mi voz, tratando de compartir
contigo un recuerdo común, una imagen, una emoción o creándola,
como si en esos breves momentos de proximidad pudiese conectar con tu
cerebro dormido. Hoy he ensayado un poema sobre el asombro de estar
vivo. La mayor parte de los ensayos no
pasan del
garabato. Cada
día hay algo que preservo y lo dejo en este diario que llevo durante
este 2020, que nadie imaginaba que iba a ser como está siendo. Sin
duda, una musa me sopló al oído, en los días anteriores al uno de
enero, que lo hiciera, que guardase un recuerdo de cada día del año,
pues este iba a ser un año memorable, un año que no habríamos de
olvidar. A medio componer el poema del asombro, ha llegado la
limpiadora. Es una señal, cada día, para abandonar la habitación y
dejarte a solas. He recogido mis cosas. He vuelto a hacerte caricias
y a decirte cosas. Tenías otra vez los ojos abiertos, después de
casi dos semanas sin abrirlos. Te he dicho, Hasta
luego, sin
saber que esta podría ser la última vez que te viese como te veía,
no puedo decir que consciente, no sé cuál es tu estado, pero sí
algo más espabilada. Hasta
luego,
le he dicho a la limpiadora.
He
ido hasta el despacho de la doctora y he esperado en el pasillo. No
he tardado en verla llegar. Pero una mujer que salía del ascensor se
me ha adelantado. Han conversado largamente, las dos embozadas,
manteniendo la distancia protocolaria. He
oído todo lo que se decían, todo lo que la doctora le decía. El
pronóstico era malo, si el marido había llegado hasta aquí era
para que tuviese el mejor cuidado. La doctora se lo decía con la voz
dulce, pausada y paciente de una peruana, quizá ecuatoriana. Decía
y repetía, como si la mujer no acabase de comprender. Lo que más ha
repetido, quizá viendo el rostro perplejo de la mujer, a
quien yo veía de espaldas, es
que no podía venir a visitarle, no, ni siquiera con mascarilla, que
ellos se ocupaban, que lo comprendiese, que no era tanto para
protegerla a ella, como para proteger de la infección a los enfermos
de la planta, que el virus estaba en el aire, le ha dicho, que eran
personas débiles, que
no podían exponerlas.
La conversación se alargaba. La mujer no acababa de asumirlo.
También
en mí aquellas palabras iban haciendo efecto. Cuando, por fin, la
doctora se ha encaminado a su despacho y me he interpuesto en su
camino, no me ha dado muchas explicaciones, porque había visto que
yo presenciaba la escena y
entendía.
Ahora
se lo come todo,
le he dicho, interrogando.
Lo
sé, la
he vuelto a poner la medicación, pero no
hay que hacerse ilusiones, lo he visto en muchos pacientes, esos
picos, que parece que se recuperan.
Le
iré informando,
me ha dicho, le
llamaré a mediodía los lunes y miércoles,
me ha dicho, ya
no puede venir,
me ha dicho. No
he protestado, he dicho a todo sí. Solo cuando ya estaba en el
coche, aturdido,
la mirada perdida en los regueros que
la
lluvia dibujaba
en
el parabrisas,
me he preguntado, me hubiera gustado decirle, ¿Y,
ahora, quién le hará caricias?,
¿quién
le dirá cosas al oído?
Y cuando ya estaba en casa, me he dicho, no
has entrado en la habitación para hacerle
una última caricia.
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