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Quedo con M. Cada vez que nos vemos practico la espejeante observación del paso del tiempo. Él es lenguaraz y yo me contengo. De hecho voy añadiendo elementos a su retrato, no demasiado favorable. Claro que él puede hacer lo mismo. Al final siempre acabamos hablando de chicas. De las mujeres que se nos han ido, de las que nos hemos ido. Un ejercicio de penosa melancolía.

Comemos en uno de esos restaurantes de a miles, limpitos, aseados, donde la clase media cultural europea cree que está degustando una comida a la vez casera y moderna. A M. le gusta el formalismo. Da conversación a la camarera, le pregunta cómo le ha ido y ella responde con el mucho trabajo de las recientes navidades. Así todos los demás.

Tomamos café en la última planta del antiguo Jorba. No recordaba estás vistas. Por cualquier lugar hacia el que mires, Barcelona se ha rebozado de modernidad, incluso los tejados. Aquello de la mona. Un disfraz de autoarrobamiento. Al fondo, el Montseny nevado, a los lados platos de comida basura con patatas fritas. Todas las conversaciones con M. tienen un límite, traspasado el cual se apaga sin más.

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