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Franjas irregulares de sol anaranjado y violeta tendían un visillo de luz rugosa sobre el mar. Las estelas de los aviones cruzaban su blanca faz en el cielo limpio. La luna decrecía brillante. La gente se iba acumulando en el andén de la estación, no llegaban los trenes, un cierto nerviosismo afloraba. Cuando por fin llegó el primero, los asientos, los pasillos, la plataforma de espera se llenaron. Ajusté como pude la maleta y sobre ella la mochila junto a la barra de sujeción. La gente protestaba. Una chica puso su mano junto a la mía, en la barra, su piel con la mía. Había protestas, ruido, puertas que se abrían y cerraban en cada estación. Ella quitó la mano y la volvió a poner en el mismo lugar, junto a la mía. No hice ningún movimiento, nada que interrumpiese el silencio que abría su suave manto. A la altura de El Prat casi no quedaba sitio para respirar, cada cual salvaba su intimidad como podía. Ahora la chica estaba a tres cuerpos de distancia. Un arillo colgaba de su tabique nasal. Su mirada era serena, indiferente a las quejas, el día iba con ella. Si alzabas los ojos y sobrepasabas las cabezas la luz clara llenaba el espacio al otro lado de la ventanilla, un escenario dispuesto. Cada día es una invitación que el bullicio externo o el ruido interior suele malograr.

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