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Está en la ventana, la cabeza contra el vidrio, los ojos cerrados, el sol sobre la cara. No hay placer mayor para ella, quizá el único. El sol se ha impuesto a las franjas de nubes que se interponían. Se ha adueñado, a esta hora tardía, de la mañana. Delante, si fuese un pintor decimonónico, vería la gran mancha verde de las eras, el camino ocre que serpea hacia el puente sobre la vía, los montes grisáceos un poco más lejos, con los tonos verdes de las praderas en cuesta y los más oscuros de las encinas, la arboleda desnuda junto al río, algunas palomas sobrevolando, un aguilucho más arriba, grajos en los tejados, algún tordo, los campos arados entre las eras y el arroyo, y el caserío, pero no puede ser un pintor posimpresionista con los ojos cerrados. Recibe el sol en la cara pero le niega los ojos. La hago caminar unos pasitos, la siento frente a la ventana del mediodía. Le digo, le pregunto, suelta alguna palabra, se deja llevar por mis brazos, por los años, por la luz y sus horas medidas y sin embargo distinta cada una.

He estado fuera dos semanas. Han pasado cosas. Tuvo una infección de orina. Ya antes tenía muchas dificultades para caminar, casi la arrastraba, la sostenía con mis brazos. Estando en casa, la última vez que la metí en el baño se me cayó en la bañera cuan larga es. Tuve que hacer un gran esfuerzo para incorporarla. El pinzamiento que tenía olvidado ha vuelto por sus fueros, no me he recuperado. No comía, con paciencia le íbamos dando los batidos, las papillas. Durante estos días ha estado en cama, no comía, a base de suero. Parece que se negaba a comer. Ahora las cuidadoras le dan los purés y la bebida.

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