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Estás
más débil, el incidente hospitalario te ha dejado sin fuerzas, como
un pajarito te has quedado, así lo hubieses dicho tú, con ese toque
de humor inofensivo con que hablabas de los demás. Nunca te oí
hablar con desconsideración, si pensabas algo malo te lo callabas.
Ahora con un sí te vale para decirme que quieres andar. Te pongo en
una silla con ruedas, la primera vez. Subimos al piso de arriba, al
gimnasio. Me cuesta levantarte, ponerte en movimiento, el pinzamiento
sigue ahí, sin pintas de que vaya a remitir. Los primeros pasos son
casi imposibles, temo que te vayas a desplomar, temo tener que
levantarte del suelo, pero no, caminas y a poco un poco más rápido.
Junto a la ventana te describo el día gris, el neblinoso sol, un
mochuelo solitario en una rama, los blancos vagones del tren en la
lejanía, consigo que abras los ojos y que digas algo, aunque no sé
exactamente qué.
Hay
otra familia. La mujer, atada a la silla con una ancha correa para
que no se caiga, habla sin pausa, aunque con mucha menos energía que
hace unos meses cuando ingresó. Resultaba insoportable su monólogo
desatado, su arrullo sin sentido. Le han puesto guantes gruesos para
que no se muerda las manos. La hija la pasea, la pasea sin decirle
nada, mientras el marido, sentado, habla al teléfono del periodo de
caza, dice que ya no es cosa suya, que apenas puede moverse, pero
anima al otro lado de la línea a disfrutar del jabalí.
Tienes
las manos heladas, te agarras a las mías, dices, qué calorcito. La
cuidadora me cuenta los efectos del enema, ayer estuviste el día
entero encamada, las sábanas resbaladizas, la noche entera un
charco.
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