28. Arrogancia



Qué placer las mañanas hacia Celada, conduciendo sin más. La mente liberada de las ataduras visuales. El paisaje corriendo sin que ningún elemento se imponga. Entonces, la mente discurre y asocia. Aparecen conceptos envueltos en música, la suya propia o la que viene de la radio. Arrogancia. Tanto de lo que creo saber, pero de lo que no sé nada. La arrogancia del ignorante. Me avergüenzo, ahora en el silencio de la cabina del coche, de mi incontenible impulso a fijar ideas, cuando sólo son intuiciones, en el mejor de los casos, y mera repetición, en el peor y más común.

La primera arrogancia, la más abultada, la de hacer como que vamos a vivir siempre, como si en el horizonte no estuviese la propia muerte. Lo pienso mientras te hago mirar el día por la ventana, el día gris, uno de una larga serie, uno más del plazo a devolver del préstamo que se te concede, uno que tus pies arrastran sin fuerzas, casi te llevo en volandas, temiendo que vayas a derrengarte y no te pueda levantar.

Cómo si tuviera alguna importancia el saber o no saber, cuando es tan poco el saber necesario, el que contiene la vida y su némesis.

Te dejo en manos de ángeles, Julia, Cristina, con más fuerza que yo, que dedican su vida a ello, a las que no abandona la sonrisa.

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Oigo a Wagner hablando de Beethoven, en otra boca afirmar, que es la purificación de la música mediante su uso meramente instrumental lo que la vuelve apta para lograr una contribución capital a la comprensión que la humanidad tiene de sí misma”. Una frase tan imponente que devuelta al silencio no dice nada.

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