30. Luz ambarina



En el paseo vespertino de las siete a las ocho, siempre bajo el dulce y agitado arrullo de Beethoven, compruebo que cada día que pasa la luz dura un poquito más, hoy bajo una mínima lluvia, menos molesta que la de los días pasados, protegido por la capucha de la gabardina, a diferencia de los días anteriores a Navidad cuando la luz se iba cerrando poco a poco. Contemplo desde arriba, desde la meseta del castillo, los bordes de la boina beige que cubre la ciudad y los barrios industriales, consciente de mi cuerpo, de sus flaquezas y efusiones, qué otra cosa que cuerpo soy, esta máquina maravillosa que la naturaleza me ha regalado, ¿es que soy algo más que cuerpo? Lo siento hoy con las sensaciones más vivas porque es como si deambulara con el alma extraviada, como si se me hubiese escapado buscando con quién tener una conversación exaltada, influido por lo que oigo de la amistad entre Beethoven y el violinista Amenda. Beethoven me envuelve en un romanticismo al que últimamente no estaba acostumbrado.

Cuando más ensimismado estoy, gozando de la soledad de todo este espacio que creo me pertenece, veo un bulto subir por uno de los senderos que acceden al castillo, me habrá visto embozado y solitario y habrá tenido una parecida inquietud ante la figura de soledad que se asoma al horizonte, pero se equivoca si piensa que estoy solo, me acompaña Beethoven y me acompañas tú, que en la lejanía, espero, te hacen vibrar las mismas notas. Ocurre una especie de milagro, una luminosidad ambarina, extraña, particular, el reflejo del sol caído en la extensa nube que cubre la ciudad ilumina el bosque por el que camino prolongando una tarde que ya debería estar apagada..



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