33. La poda



Ciertas los ojos, te niegas a mirar. Durante cuánto tiempo se mantiene la identidad, tan frágil, tan cruzada, tan huidiza. Cuándo dejamos de ser, en qué momento abandonamos el cuerpo. Qué recordamos de nosotros. Quién es la persona que nos cuida, quién la que cuidamos.

Un hombre poda un manzano, a horcajadas sobre dos gruesas ramas, los brazos de la tijera son largos, tiene que maniobrar para cortar cada ramita, luego coge las cortadas y por encima de su cabeza las lanza al pequeño rectángulo que no es huerta pero tampoco jardín, aunque está vallado con setos. Un perro lanudo escarba en el suelo húmedo hasta que se cansa y se deja caer en un ovillo. Cuánto ha podado la naturaleza en ti, cuánto ya le resulta inservible de tus piernas, de tus brazos, de tus órganos internos. Cuando llegaste aquí todavía hacías bromas, hablabas con la gente, siempre has sido sociable aunque la vida no ha sido fácil para ti.

El hombre hace todo con lentitud, recoge cada ramita del suelo en pequeños manojos. En el merendero que ha construido en la casa que vemos desde la ventana, en una esquina del patio, quema las ramas cortadas, una columna de humo desbaratada por el viento se aviva cada vez que arroja los manojos húmedos, anda y desanda el camino llevando una brazadita cada vez, como un Sísifo resignado que acepta la victoria del tiempo. Por qué no puedo volver a verte en la gloria cuando me dictabas cartas que yo escribía mientras te abrumaba a preguntas que no sabías responder, por qué no volveré a escuchar de tus labios la maravilla que para ti fue descubrir la ciudad, Burgos, Barcelona, Bilbao.

Ahora, cuando te dejo en el comedor, casi todos hunden la cuchara en el caldo y se la llevan a la boca, menos tú. Hay que darte la comida y con esfuerzo la tragas. 

Candelaria.

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