42. Conejos
En
la
finca tapiada corretean conejos, solos, abandonados a sí mismos,
salen de su madriguera sin temor a los depredadores, las águilas no
se aventurarán
entre los manzanos y los residuos de la finca, bidones, leña
cortada, matojos y césped crecido. En otra finca más pequeña un
par de galgos delgadísimos
corretean sin rumbo. Un
poco más allá un mochuelo posa
en
una rama desnuda. El día es calmo, las nubes de borreguito, inmóviles, coronan la estampa pintada por un paisajista holandés del XVII que
extiende su
profunda perspectiva avanzando
por
zonas de diferente color, verdes y
baldíos,
arboledas y
campos arados junto a la línea de ribera, cerros y bosque en la
lejanía,
cortadas
por el zigzagueante camino que cruza la vía férrea y el río.
Más
acá un par de perros tumbados en el cemento de un corral juguetean, mordisquean
la misma rama, se lamen, se acarician, uno bayo, el otro del color de
las ciruelas pasas. Un grupo de palomas blancas sobrevuela un palomar
pero no entran en él, prefieren dejarse llevar por las corrientes
que el sol que
acaba de asomarse a la mañana
caldea,
parte inconsciente de una
naturaleza ordenada, una utopía que hemos cultivado y que
quisiéramos inmutable.
Contemplamos
el
paisaje sin hombres y mujeres desde la ventana del segundo piso,
sentada en el
brazo de una silla. Abres los ojos,
hablas,
dices cosas pero no son diferentes del
zureo de las palomas o de los
grititos de los conejos. Cuando bajamos al salón nadie mira por la
ventana, sumidos
cada uno en un silencio del que no son dueños.
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