44. En la Glorieta




Iba entretenido en uno de esos diálogos con Migo que tanto me divierten, y un poco inquieto sobre el devenir del día en relación a lo escrito por la mañana, sobre si debía o no haberme dirigido en catalán al muchacho de piel ligeramente oscura que sentado en una butaca, en el Hall del centro comercial, tapada la boca con una mascarilla blanca, el primero que veía en esta ciudad, embebido, consultaba el móvil, cuando a la altura de la Glorieta de Bilbao, al enfilar la salida de la ciudad, un feo C5 negro de Citroën, que venía por el carril de la derecha, conducido por una chica a la que probablemente triplico en edad, en paralelo a mí, se me ha cruzado transversalmente, aunque he podido evitar la embestida. Algo nos hubiese cambiado en ese choque que no sé discernir, la velocidad no era mucha pero podría haberme empotrado contra la puerta del conductor. En mí, más viejo, el automatismo del cerebro ha actuado antes que mi conciencia se hiciese con la situación, la chica, más joven, ha seguido hacia adelante, con ímpetu inconsciente, en todo caso habríamos tenido que parar en algún sitio fuera de la Glorieta, si es que los motores seguían en buen estado, el día sería diferente y el humor, yo no hubiera podido continuar hasta Celada, por unos días no habría podido visitarte.

No habría visto tu extrema debilidad: la infección de orina, un poco de fiebre, el enema que te arrebata las pocas fuerzas. Te hago caminar a pesar de todo, no sé si es buena terapia, pero así nos confortamos mutuamente con el aliento de vida que sigue latiendo en tu corazón. Un momento, hacia el final, abres los ojos, sentada en un butacón, y, mirándome, dices, Qué pena. Pena de qué, te pregunto. Qué lástima, dices una vez y otra, mirándome con un poso triste, como si te estuvieses despidiendo, Qué lástima.



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