65. Veo cadáveres
"En China, cerrando nuestras ciudades y sacrificando la economía, os hemos dado tiempo para que reacciones. Sin embargo, habéis insistido en que esto es sólo una gripe. Espero que no sea tarde para vosotros" (Vigilante chino)
Suena
el despertador del móvil a la siete. Escucho la radio de siete y
media o ocho menos diez. Cojo el coche, circunvaleo. Me desinfecto
las manos. Te acaricio y preguntó. Dices que bien. Te tomas sin
oposición la taza de leche con cereales y la medicación, sin salir
del todo del estado de adormecimiento.
Llueve al otro lado de los cristales. Me siento en silencio frente a
ti. Veo titulares en el periódico del móvil. Algunos me llaman la
atención. Los copio. Espero un rato. Te acaricio otra vez, te
pregunto otra vez. No me respondes. Me desinfecto las manos. Me
abrigo y salgo. La lluvia es fina, casi imperceptible. Ojeo entre
cafeterías. Escojo la del final del paseo. Hojeo el otro periódico.
Entresaco frases con el café en la mano. Va llegando gente, el ruido
aumenta. Hago uso del WC, me lavo. Dos hombres esperan al
ascensor. Es muy estrecho. Cojo el otro, vacío. Subo a la biblioteca
del Principal. Miro la mesa de novedades, cojo tres. En la novela de
Irene Vallejo, El
silbido del arquero
(2015), compruebo su evolución: qué salto hasta su actual El
infinito en un junco.
Del último Premio de Poesía de Esta Ciudad, tan solo puedo rescatar
cinco versos.
pregunto,
quién escribe sobre el amor
si
no es desde lo sucio, pregunto,
desconfía
siempre del tipo que escribe poemas
y
dice tener las manos limpias,
quién
escribe labio acaricia el filo de una navaja,
se
hace sangre en el dedo y después los dedos
hacen
el poema.
El
tercero, El
diablo a todas horas,
un costumbrismo que allí llaman western
gore
y aquí truculento
rural,
lo devuelvo junto a los otros dos cuando el hombre que tengo
enfrente, a poco más de un metro, junto a una tos volcánica,
salpica el aire con una nube de esputos apenas contenida por un
pañuelo de tela viscoso. Bajo solo en el ascensor. Camino por el
paseo del Paseo principal. Hace sol y viento. Las nubres negrean allá
arriba. Hago esfuerzos por no pensar. A mis espaldas tres mujeres
gimotean risas locas: Tienes
unos cojones que ni el caballo de Santiago, guapita.
Me giro, sesenteras, funcionarias. Me protejo del viento frío. Animo
el paso. En la Plaza de Castilla un bus, el 12, se para para recoger
clientes. Va a tope, miro hacia adentro y veo calaveras, una fila de
calaveras mirando al exterior, hacia mí. Sin duda, una alucinación.
A la entrada del hospital tres hombres hablan de negocios: Lo
podríamos poner a tu nombre, sin ningún problema.
Subo al tercer piso. Por el largo pasillo me froto las manos con el
antiséptico.
Te acaricio,
te pregunto. No respondes.
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