66. Como Arquíloco
Como Arquíloco amabas la vida "que ya no se puede recuperar ni comprar en cuanto el último aliento atraviesa la empalizada de los dientes".
El
sol ilumina pálidamente las copas de los árboles. Pajarillos
revolotean entre las ramas. La arcada de Castilfalé, desde la
ventana, permanece en penumbra. Jóvenes ciclistas, mujeres en su
mayoría, se dirigen al trabajo o hacia la universidad. Estás
profundamente dormida, aunque has dicho bien
cuando te he preguntado cómo habías dormido. Es la tercera noche
que duermes en esta cama. El martes 3, una doctora con mascarilla,
tosía mucho, me comunicó que te trasladaban aquí. Me dijo que era
un hospital de media estancia. Estás sola en la habitación de entre
25 y 30 m², contando el baño. Una estampa de San Juan de Dios,
bajando unas escaleras con un moribundo en brazos, preside el cuarto.
En el cabecero, junto al aparataje médico, en un recuadro, está tu
nombre escrito con rotulador negro, Mari Paz,
y una
nota de tu alergia al látex. De un brazo metálico pende el gotero,
tu único alimento, pues ya no aceptas otra comida, salvo ligeras
cucharaditas de papillas o yogures de frutas cuando estás algo
despierta. Ahora estás ligeramente
inclinada hacia la ventana, desde donde te observo. Respiras con la
boca abierta, con los ojos hundidos y cerrados. Aún puedo
observarte, tocar tu frente, tus mejillas, pasar mi mano por tu pelo
gris, por tus dedos de piel y hueso, darte un beso. Aún puedo
hablarte, aún respondes de vez en cuando si
identificas una pregunta, aún ayer decías guapa
a Paqui cuando te acariciaba cariñosa. El sol de la primera hora se
ha ocultado tras una capa gris que cubre el espacio de cielo que
puedo ver. Han traído el desayuno. Una raza de leche con cacao y
espesante, media pastilla de mirtazapina y un sobre de lactulosa.
Elevo la cama, te incorporo. Te pregunto si quieres, bueno,
bueno,
dices, pero cuando te acerco la cuchara a la boca apenas la abres, y
un poquito de la papilla que te dejo en los labios no lo tragas.
Qué
pocos hilos te mantienen, el gotero, el aire que respiras, quizá el
calor de las manos o los labios que te tocan, tu voluntad, acaso, que
siempre fue poderosa. Simplemente no tragas, pongo una jeringa con
agua espesada en tu boca, pero no
tragas. Me convenció la doctora que te atiende del porqué de no
darte alimentos con jeringa. Si te fallan los procesos fisiológicos,
la comida te puede atragantar. Aún así me dijo que bajo mi
responsabilidad. Solo lo intento a veces, un esfuerzo para
mantenerte. Cada hora que pasa más decaída, más ausente.
Es
una suerte pasar todas estas horas contigo, velarte. Recogen la
bandeja con la taza, sin que hayas tomado nada, dejan el medicamento
por si acaso. Qué
poco he
vivido contigo. Me marche muy pronto de casa, a estudiar y luego a
hacer mi vida, aunque siempre he vuelto, en vacaciones con los niños,
después, cuando ellos se han independizado, he estado más cerca,
con el oído atento, vigilante. Salvo la infancia, los años
formativos los pasé fuera de casa. Si echo la vista atrás me veo
niño y en ti una madre atareada, siempre ocupada en cosas necesarias
para sobrevivir, sin tiempo disponible para ti o yo no lo recuerdo,
salvo momentos esporádicos. El cielo vuelve a abrirse, azul y
blanco, en el este el sol sigue mortecino. Dos palomas grises se
columpian en las ramas floridas de un hermoso cerezo japonés, justo
debajo de la ventana. Un hermano de la orden hospitalaria pasa todas
las mañanas antes de las diez. Da los buenos días, pregunta cómo
va y enseguida, se despide: que
tenga un buen día.
Lo mismo una por una en todas las habitaciones.
A
la vuelta de tomar un café, duermes profundamente. Pasa un capellán
amable que me da alguna información del hospital: rehabilitación y
cuidados paliativos. Convenio con la Junta, muy desaprovechado. Tiene
140 plazas, pero nunca hay más de 60 ocupadas. No suele haber largas
estancias. La mañana cambiante, nieva, se vuelve a despejar, el sol
asoma tímido su nariz amarilla y resfriada.
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