68. Dolientes



Tienes los ojos abiertos. No sé qué significa. Si me ves o no, si hay algo tras ellos. Algún día lo sabremos, serán un conocimiento del hombre común. Ahora necesitaríamos complejos escáneres para rastrear tu actividad. Te digo cosas pero no me contestas. Hablo con la enfermera. Tus constantes son normales. La tensión, el pulso, la saturación. Van tirando de sus reservas, me dice en plural, y como no gastan. He conseguido pasarte la media pastilla de mirtazapina y la lactulosa con una cucharadita de leche con cacao. Hoy te he encontrado despierta. Hace un día primaveral, un poco fresco a esta hora temprana. Te pregunto si te gustaría dar un paseo, ahora que tenemos tan cerca La Isla y su arboleda, pero ya no volverá el sol a la cara.

Salir al pasillo de la tercera planta es una inmersión en la desgracia humana, en la desesperanza. Un ejército derrotado de dolientes, los que pueden, sale cuando es la hora de la limpieza o cuando un familiar les acompaña. Un hombre camina agarrado al árbol del gotero, con el cuello hundido en una posición inverosímil. Otro sale y entra de su habitación, apenas cubierto por una bata azul, escurridizo, no sé si avergonzado de su enfermedad o porque quiere evitar a los demás su desolación. Veo hombres, pero no veo mujeres, enclaustradas, silenciosas. También los familiares se arrastran avergonzados. Unos abatidos, como ese hombre vestido de rojo, jersey y gabardina, siempre con paraguas en la mano, también él con la cabeza hundida en el pecho. Otros escandalizados por lo que les sucede a la persona que cuidan: meses sin comer nada y resistiendo, no se puede creer, con ganas de contarlo en voz alta a quien quiera escucharlo. Familiares que rehuyen la mirada y apenas saludan. Dolor y vergüenza.



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