101. Planto



Un silencio mortal, en este día de Viernes Santo, se abate sobre la ciudad. Nada salvo mi coche la recorre bajo la lluvia. El silencio puebla minucioso el hospital, las plantas, las habitaciones, los recintos de las cuidadoras. Lo rompo cuando te saludo. Estas junto a la ventana, con la palma de la mano te tapas la cara. Hablo y hablo hasta que me dices, Porque me molesta. Te molesta la luz húmeda que envuelve el día, esponjosa y abarcadora como un sudario. Silencio y humedad. El silencio del duelo quizá. Quizá se haya impuesto más allá de la cifra y el número la realidad cruda y el dolor que apareja, los insoportables muertos, su escandalosa presencia que ya no podemos ocultar.

El manto sereno que se derrama lentamente sobre la tierra, una lluvia desmenuzada que cae sobre las hojas jóvenes, sobre las alas de las palomas inquietas, sobre el verde del parque y el asfalto sin alma que muere más allá de esta ventana que te niegas, o no puedes traspasar con tus débiles ojos. La tierra ha encogido su corazón y lo cubre con la destemplada lluvia, guardando el secreto de los hombres. No son todavía sus lágrimas, sino la naturaleza quién lo cubre con su mortaja.

Todavía, cuando llevo mis dedos a tus mejillas, saca fuerzas de la nada tu almita escondida para susurrar un bien, un sí u otra cosa inaudible. Esa debilidad halla eco en la mía, mi alma trémula cuando te digo adiós y te miro desde la puerta, un eco de impotencia, de dolor, un desgarro, lo único que puedo ofrecerte, que podría compartir contigo.

También por este planto, no sé si inevitable complacencia cuando escribo, debería pedirte perdón. Mi excusa es que es de este modo como mantengo el equilibrio.



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