119. Gauden



Su padre estaba hospitalizado. Ese hospital ya no existe, ha sido sustituido por un flamante paquebote de muchas alas donde el dolor se diluye en la inmensidad. Los hospitales deberían preservarse como museos de la enfermedad y el dolor. Si recordamos, si queremos recordar, momentos importantes de nuestra vida han quedado atrapados en ellos. Algunos, muchos, gozosos, nacimientos, recuperaciones, sanaciones, reencuentros familiares, conocimiento de otras personas con quienes compartir las emociones básicas. Otros dolorosos. Del antiguo hospital, las 300 camas se le decía, echado abajo con la prontitud de concejalía de urbanismo, queda una explanada y las vallas que lo circundaban. Éramos jóvenes, desconocíamos la gravedad. Aprovechamos el encuentro para voltear por la ciudad. De joven está uno lleno de proyectos y quiere contarlos. No se cumplen, pero compartirlos es una necesidad de la eufórica juventud. Uno de aquellos días, mientras estábamos en un bar departiendo, murió su padre. Vi en su rostro la culpa por no haber estado presente. Poco después el mío. Tampoco yo estuve presente. Cada uno vivía en una ciudad que no era la suya, la natal. Nos veíamos de tanto en tanto. Las conversaciones eran largas, en la confianza de la amistad fluían. Después, con la explosión de las redes, reanudamos una rara correspondencia. Discrepábamos. Pero la discusión en las redes es lenguaje muerto, no caben los matices. Dejamos de escribirnos, aunque alguna vez nos hemos llamado por teléfono. Acaba de morir su madre. Dos años menor que la mía. Una muerte limpia, el corazón agotado. Mi madre también está consumiéndose. Se cierra un ciclo.


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