120. Cadena trófica



Día pocho, propicio a la melancolía. Almas mornes, hundidas, por las aceras. Todo lo que alcanzo a oír, al final, de pasada, “Dales un beso a los niños”. Pienso, mientras subo por la pineda, en la cadena trófica. En dirección inversa a la cadena alimenticia, el alma se alimenta con el maná que cae de arriba: poetas, músicos, filósofos, científicos. Tienen ideas, las exponen, y en escalones sucesivos impregnan, como el virus, de modo parecido al virus, a otros que los leen o escuchan, que a su vez, en una ramificación irregular, divulgando, degradando, haciendo asimilar, sueltan esas ideas, a veces buenas, a veces malas. La vida del alma es un degradado, del que la mayoría bebe, como gatos que comen las migajas que la señora de la bolsa les suelta a mediodía. Vida por delegación, subsidiada (ahora aparece el gran peligro de que lo mismo suceda con la vida material, económica, una paga que agradecer), domesticada. Cada vez menos vive la gente de sí misma. Seguridad, confort, frente a la dura y, a menudo, terrible libertad. Desescalada hacia la degradación, parece que ahora lo llaman.


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