163. Un momento de incontenible felicidad


Esta mañana ha llovido, una lluvia ligera de la que era fácil protegerse. He llevado los papeles de la tutoría a la fiscalía. Luego se ha abierto el cielo con un azul limpio, intenso, y ha lucido brevemente el sol. He recibido varias llamadas de D. y luego, en el Whatsapp, un ‘Tenemos que hablar’. Aún no lo hemos hecho. Después del mediodía ha vuelto a llover con más intensidad. El cielo se ha quedado gris. Tras la cabezada de costumbre y el rato de lectura, otra llamada. Hacia el suroeste el horizonte se ensanchaba con nubes altas, redondeadas, blancas y grises y algunos resquicios de azul. El coche me ha llevado a San Mamés. ‘El amanecer’ se llama. Me he puesto fundas en los pies, en la cabeza y en las manos y una bata de plástico blanco que entraba por la cabeza. He seguido los pasos de Sara hasta la planta de arriba, a la que se accede con código digital para abrir la puerta. La residencia es nueva, recién estrenada. La habitación limpia, como las sábanas y la manta. Y en la cama, ligeramente inclinada hacia un lado, casi en posición fetal, ahí, estabas tú. Los ojos cerrados, las mandíbulas algo abiertas, respirabas bien, sin agitación. Te has seguido consumiendo desde la última vez. Ya no hay mofletes en tu cara, sino un hueco cubierto de piel y los huesos marcados. He cogido tu cara entre mis manos, haciendo que girase hacia mí. Te he llamado, que sonase mi voz. Te preguntaba si me reconocías, si te sonaba, si sabías quién era, te daba el nombre con el que me llamabas, con el que ya no me volverás a llamar. Parecías insensible, apagada casi, como si en cualquier momento una leve corriente generada quién sabe dónde agotase en ti la última reserva. Sara ha movido tus piernas y entonces has entreabierto los ojos, un estremecimiento ha recorrido tu cuerpo y como yo te preguntaba si me oías, has dicho algo parecido a ‘Hola’. Y durante unos segundos tu cuerpo ha vibrado, tu cabeza entre mis manos, aunque no sabría decir si sentías mi cercanía o el párkinson seguía produciendo su efecto. Cuánto se puede prolongar una despedida. Cinco minutos me han dicho. He alzado la mascarilla y te he besado.


No puede ser sólo esto, una plana si escribiese a mano. Una vida concentrada en una plana, una plana que si fuese de papel podría arder en pocos segundos. Yo aún lo puedo hacer, pensarte, porque tú ya no lo haces. No puedo saber qué ha pasado por tu cabeza todos estos días. Algo habrá pasado. No podré saber cómo viniste al mundo, los que allí estaban, hace mucho que ya no están. Quiero suponer que hubo llanto y risas, que alguien te estrujó contra sus brazos, que hubo un momento de felicidad incontenible. No te vi crecer, ni siquiera se han conservado fotografías de cuando eras niña. Tenías hermanos, jugaste con ellos y te peleaste, una mayor y otro menor. También ellos nacieron y después murieron. Y en poco tiempo nadie quedará para dar cuenta de aquella familia. Se esfumó. De aquella casa, derruida, de aquellos animales, de aquellos campos, del corretear por ellos, de los juegos, de las caídas, de los llantos, del bullicio de la escuela con tantas niñas como tú, de la que eras el último testigo. Habrá papeles de otras ciudades y casas y familias, y fotos y cintas pero el mundo al que pertenecías desaparecerá para siempre. Y nadie lo añorará. ¿Cómo puede desaparecer sin rastro para siempre la vida que ha sido ? Como no podré saber cuál será tu última imagen, un recuerdo último si es que lo hay. Cuál habrá sido lo último que ha aparecido en tu cabeza. ¿Cuál habrá sido tu imagen de la felicidad, en qué imagen se ha contenido el mundo que has vivido? No estuve presente cuando abriste los ojos por primera vez y tampoco estaré cuando tu mente se convierta en pura materia fría. Al menos, durante un tiempo, antes de que yo también sea materia fría, te recordaré.



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