167. Casas

Nunca he tenido una casa que pudiese considerar propia. La casa del pueblo la abandonamos y entró en ruina. Yo vivía lejos y nunca pensé en su reforma. Mis padres no podían, sus energías estaban puestas en subsistir y, más tarde, en cuidar su salud. Casi tantos años como en la casa del pueblo viví en una casa interno, un caserón por el que deambulé medio perdido. Pertenecía a la autoridad, a otro tipo de padres. No fui muy feliz, tampoco desgraciado. Dos años viví en el barrio de los Pizarrales, en Salamanca, piso compartido, comunitario. Estuve a gusto, me gustaba la compañía, pero no acabó de funcionar. Pensaba en mí más la independencia que el sentido comunitario. Otro año más en Burgos, ahora en la ciudad, otra vez en casa del padre, en un piso pequeño de planta baja, con patio y almacén. Me gustaba, me gustaba el barrio, los alrededores, acudía en vacaciones. Año y medio viví en otra comunidad, esta vez en Lyon y poco después en París. Probablemente fueron los años más felices, me gustaba la cultura francesa, su modo de comportarse, la elegancia de las mujeres, el espíritu de libertad que me había sido hurtado. Luego, casi definitivamente, Barcelona. Un año en casa de un tío, medio alquilado, algo sórdido, aunque mi capacidad de adaptación es grande. Dos años compartí piso, con un andaluz, en la calle Masnou de Hospitalet de Llobregat. Otro año lo repartí entre Toledo y Berga por cuestiones militares, también feliz, desahogado, deportivo. Después cinco más, quizá seis en Barcelona ciudad, junto al parque de la Ciutadella. Podría haber sido mi casa, porque lo compré yo con ayuda de mis padres, pero no lo fue, no lo hice mío. Hoy es el piso de mi hijo. Él ha hecho su vida en él, o eso creo. Ya en plural, nos mudamos a Castelldefels, frente al club de tenis. Ahí viví muchos años, los años de la crianza de mis hijos, los largos años del trabajo asentado, tras las oposiciones. La meseta de la vida. El sentido de provisionalidad nunca lo perdí. 


Pensaba que mi casa habría de ser otra, de nueva planta. Compré un terreno en Cubellas, el último pueblo de Barcelona en dirección a Tarragona, junto al mar. Hice con un arquitecto los planos de una casa y el día que me los estregaba tuve que decirle que ya no, que me había quedado solo, la unidad familiar deshecha. Algún tiempo después, quizá un año después creí que tenía una oportunidad en Valladolid. Esa oportunidad se convirtió en cinco años. Durante los tres primeros viví en una casa de las Delicias, Canterac, pero no era mía, aunque era cómoda y limpia. Buscamos una casa familiar, amplia, con jardín, luminosa y cuando teníamos el ojo puesto en una que estaba bien, también tuve que decir que no, que retiraba la apuesta. Dos años más viví de alquiler en la calle Bálago, junto a la Feria de Muestras. Y cuando mi vida laboral tocaba a su fin, volví a Castelldefels, Pero la vida de mi madre era frágil y la de mi hermana. Y tuve que repartir mi tiempo entre las dos ciudades y en esas estoy. Sin casa que pueda decir casa propia. No estoy a disgusto, estoy cómodo en la provisionalidad.




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