169. Palabras de más


El cura, campechano y palabrista, me recibió a la puerta del atrio. Preguntó si alguien quería decir unas palabras de agradecimiento. Yo me quedé indeciso, si decir algo o no decirlo. Dudaba, sabía las palabras que tenía que decir, estuve dándole vueltas. Al final de la ceremonia, antes de que el propio oficiante diese las gracias a los asistentes por acompañar a los deudos, aún dudé sobre subir o no subir al micrófono. Pero qué hubiese añadido decir algo sobre ti. Nada añadiría a lo que has sido, tampoco sabrías ya lo que de ti puedo decir en público. Lo que has sido ya está hecho y borrado y olvidado y recordado en breves fragmentos de la memoria. Sí algo hubiese dicho poniendo énfasis en alguna de tus virtudes el público se hubiese quedado con él énfasis, y como suele suceder la retórica ensucia la verdad de la experiencia.


Qué podría haber dicho que te sirviese si ya todo ha acabado. Qué ridícula la idea de poner un broche a una vida. Tan ridícula como acariciar los oídos de los presentes o darme a mí mismo el gusto. La vida ya ha sido para ti y es inmodificable y pronto se olvidará, decir algo que la encumbre o la dore es una falsificación, una mentira que la daña. Lo único que podría haber dicho era que viviste y que como a todos a los que se les da la gracia de la vida la gozaste con alguno de los sufrimientos que lleva acompañados.



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