344. La cuesta del Crucero


Cuando era pequeño y en tiempo de vacaciones volvía a casa, enfilando a pie la cuesta del Crucero, pensaba si padre y madre estarían bien, si no les habría ocurrido algo irreparable. No había móviles entonces y las llamadas por teléfono escaseaban o se hacían muy raramente. Ellos me esperaban, advertidos por carta, de que yo llegaba. Subía la cuesta angustiado hasta que alguien, seguramente madre porque padre estaba haciendo cosas, siempre atareado, limpiando jaulas, dando de comer a los animales o preparando cosas en el almacén para acarrearlas a la tienda, me abría tras tocar el timbre de la calle Duero n.º 2. No éramos muy efusivos, pero el contento se veía en los ojos y en los gestos. El pálpito de angustia estaba en mi pecho, el miedo a quedarme solo, aunque fui yo quien había decidido marcharme. Muchas veces decidí marcharme pero nunca rompí el cordón umbilical. Aranda, Salamanca, Lyon, Barcelona. Ahora ha latido dentro de mí la angustia otra vez, la ha estimulado la lectura de Mary Karr, de su memoria, del recuerdo de las agitadas vidas de su padre y madre. El recuerdo de la subida de la cuesta del Crucero siempre ha estado ahí, como una deuda sin pagar, necesitado de reparar el hilo que se rompió. Padre murió en mi ausencia tras larga enfermedad, pegado a una botella de oxígeno. No acudí a sus últimos momentos. Trabajaba, tenía familia e hijos, vivía en Barcelona. Pero no es excusa. No les devolví lo que me dieron, aunque ellos nunca me pidieron nada. No me despedí de padre, cuando vine ya estaba muerto. Con madre me sucede algo parecido. Esta vez, sí. Mis hijos mayores, con su propia familia, separado, volví a ovillar el hilo para cuidarla a medias. No fue fácil, debía cuidarla, a ella y a MP, sin dejar del todo Barcelona. Para una el hospital, para la otra la residencia. Por estas fechas hace un año, miraba al atardecer desde el ventanal del segundo piso de Celada las formaciones de estorninos. Le ayudaba en los ejercicios de las pasarelas, a mover ruedas, a caminar sobre cintas mientras oíamos como al lado otros residentes recodaban cosas del pasado a sus visitas. Llegar hasta Celada era como subir la cuesta del Crucero, sobre todo cuando volvía de un viaje tras varias semanas. El pálpito de angustia era terapia para mí, un reconstituyente. Le hacía hablar a su memoria fragmentada. “Cómo no me voy a acordar”, me decía, pero era yo quien necesitaba reconstruir los fragmentos.



Comentarios

Entradas populares de este blog

346. Experiencia y categorizaciones

149. EL filo de Wenlock (Cara B)

138. Cara B - Pozos profundos