234. Ni un verso
Sentado en un saliente rocoso, en la falda del Cuña, contemplo la ladera norte del San Lorenzo, erosionada por el antiguo glaciar. Las paredes, con gran pendiente, son parte de la estación invernal de esquí, ahora áridas, con los remontes y los cañones como feas esculturas de una estructura tecnológica impuesta a la naturaleza. Los senderistas bajan por las pistas secas en grupos familiares y de amigos. Veo a dos padres y dos niñas; he coincidido con ellos en la cima del Cuña, separados en dos parejas, cada uno de los padres coaligados con una niña. Para bajar el padre toma la iniciativa por senderos apenas señalados; la madre protesta muda, alejándose, medio renqueando, retrasándose, buscando una bajada mejor, con menor pendiente. Qué complicado organismo, la familia. Los grupos de jóvenes hablan en alto, hacen bromas, más cómodos, en una actividad de la que parece disfrutan de veras.
Cuando, pasadas las dos de la tarde, el circo del San Lorenzo se queda mudo, no veo a nadie bajando o están muy lejos, busco en mi propio silencio algún tipo de respuesta. El día de ayer fue difícil, cosas de familia. No me viene a la cabeza un puto verso. La montaña no me dice nada, nada el grueso azul que se extiende ante mí, nada las nubes que quedan atrás, que no rebasan los picos que hoy he ascendido. Mudo el día, muda la montaña, mudo yo. Abajo, en Ezcaray, los restaurantes están llenos de vascos vociferantes en los restaurantes, en las terrazas, algunos con mascarillas, otros no.
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